La consagración del disparate se va produciendo día a día con
la complacencia social, con escasas y nobles excepciones. Lo grotesco va
formando parte del día a día en esta sociedad que asiste atónita al lamentable
espectáculo que se ofrece por los televisores. Se intenta cambiar el canal pero
sin mejora en el contenido, no dándose cuenta de que lo realmente eficaz sería
lanzar el televisor por la ventana y, a ser posible, aprovechar la inercia para
golpear con el mismo a alguno de los “lumbreras” que nos ha llevado hasta aquí.
Es cierto que nadie nos metió en un autobús a la fuerza, es
cierto que hemos llegado hasta aquí nosotros solitos, pero también es cierto el
esfuerzo que muchos indignos han hecho para que esto se hiciese realidad. Sin
embargo no me parece justo exclusivizar la culpa en ellos, como tampoco es de recibo que lo hagan sobre nosotros. Aquí lo que hace falta es mucha autocrítica,
pues pensar es una cosa y hacer otra. Queremos cambiar el mundo, pero no
queremos cambiar nosotros. El miedo que reconocemos en otros no le vemos en
nosotros y así es difícil llegar a un análisis consensuado. Si no somos capaces
de realizar un análisis conjunto, y paradójicamente el pensamiento de grupo no
es precisamente el adecuado para llegar al mismo, es imposible articular
respuesta. Llevamos años ya protestando en la calle, poniendo el acento en
ciertas cosas que sobresalen por feas, pero el estado de las cosas es cada vez
peor.
Por otro lado hay indignos que también piden cosas y éstos
sí son escuchados, reverenciados incluso. Estos días tenemos un americano
paseándose cual señor feudal por tierras españolas con la Casta Política
rendida a sus pies. Sus deseos son órdenes, como órdenes recibimos diariamentede lo que hábilmente pretenden llamar “los mercados”. Sí, de los mercaderes,
los mismos a los que Jesucristo echó a patadas del templo. Hoy son los sumos
sacerdotes de esta nueva religión. La religión del Libre Mercado. Los
postulados son básicos. Dotar al capital de todas aquellas cosas que niegan a
las personas. El capital debe ser libre, circular sin restricciones ni
regulaciones terrenales, estar libre de imposiciones estatales. No debe
responder a la moral, ni regirse bajo absurdos códigos de conducta, como
tampoco rendir cuentas a la realidad, pues está por encima de ella. En
contraste, a los ciudadanos se nos niega la mayor y pasamos nuestra vida entre
leyes, regulaciones, códigos morales, presiones sociales, violencia en
sus múltiples frentes, manipulaciones y mentiras, pagos de impuestos, tasas y cualquier
chorrada que se le ocurra al indigno de turno. Hemos aceptado, no ya solo el
dinero como objetivo vital, sino como un sujeto de entidad superior y
necesitado de mayores libertades que el propio ser humano. Hemos tejido una
telaraña de esquizofrenia que acabará volviéndonos locos, de tanto movernos en
la dicotomía de querer escapar y no ser capaz de tejer una acción en
consecuencia.
En definitiva, hemos hecho de la hipocresía nuestra forma de
vida, y eso no se cambia desde las instituciones, sino desde uno mismo. Hay que
empezar a apagar las televisiones y dejar de visitar los periódicos. No podemos
seguir el baile si lo que escuchamos no es música, sino ruido.