jueves, 28 de junio de 2012

La consagración del disparate


La consagración del disparate se va produciendo día a día con la complacencia social, con escasas y nobles excepciones. Lo grotesco va formando parte del día a día en esta sociedad que asiste atónita al lamentable espectáculo que se ofrece por los televisores. Se intenta cambiar el canal pero sin mejora en el contenido, no dándose cuenta de que lo realmente eficaz sería lanzar el televisor por la ventana y, a ser posible, aprovechar la inercia para golpear con el mismo a alguno de los “lumbreras” que nos ha llevado hasta aquí.

Es cierto que nadie nos metió en un autobús a la fuerza, es cierto que hemos llegado hasta aquí nosotros solitos, pero también es cierto el esfuerzo que muchos indignos han hecho para que esto se hiciese realidad. Sin embargo no me parece justo exclusivizar la culpa en ellos, como tampoco es de recibo que lo hagan sobre nosotros. Aquí lo que hace falta es mucha autocrítica, pues pensar es una cosa y hacer otra. Queremos cambiar el mundo, pero no queremos cambiar nosotros. El miedo que reconocemos en otros no le vemos en nosotros y así es difícil llegar a un análisis consensuado. Si no somos capaces de realizar un análisis conjunto, y paradójicamente el pensamiento de grupo no es precisamente el adecuado para llegar al mismo, es imposible articular respuesta. Llevamos años ya protestando en la calle, poniendo el acento en ciertas cosas que sobresalen por feas, pero el estado de las cosas es cada vez peor.

Por otro lado hay indignos que también piden cosas y éstos sí son escuchados, reverenciados incluso. Estos días tenemos un americano paseándose cual señor feudal por tierras españolas con la Casta Política rendida a sus pies. Sus deseos son órdenes, como órdenes recibimos diariamentede lo que hábilmente pretenden llamar “los mercados”. Sí, de los mercaderes, los mismos a los que Jesucristo echó a patadas del templo. Hoy son los sumos sacerdotes de esta nueva religión. La religión del Libre Mercado. Los postulados son básicos. Dotar al capital de todas aquellas cosas que niegan a las personas. El capital debe ser libre, circular sin restricciones ni regulaciones terrenales, estar libre de imposiciones estatales. No debe responder a la moral, ni regirse bajo absurdos códigos de conducta, como tampoco rendir cuentas a la realidad, pues está por encima de ella. En contraste, a los ciudadanos se nos niega la mayor y pasamos nuestra vida entre leyes, regulaciones, códigos morales, presiones sociales, violencia en sus múltiples frentes, manipulaciones y mentiras, pagos de impuestos, tasas y cualquier chorrada que se le ocurra al indigno de turno. Hemos aceptado, no ya solo el dinero como objetivo vital, sino como un sujeto de entidad superior y necesitado de mayores libertades que el propio ser humano. Hemos tejido una telaraña de esquizofrenia que acabará volviéndonos locos, de tanto movernos en la dicotomía de querer escapar y no ser capaz de tejer una acción en consecuencia.

En definitiva, hemos hecho de la hipocresía nuestra forma de vida, y eso no se cambia desde las instituciones, sino desde uno mismo. Hay que empezar a apagar las televisiones y dejar de visitar los periódicos. No podemos seguir el baile si lo que escuchamos no es música, sino ruido.